HUGO VILCHEZ ROMERO
A las de la mañana, el despertador del celular tañe con ingente ruido ensordecedor,
interrumpiendo mi apacible y profundo sueño. De pie, mientras el agua,
depositado en la tetera y puesta sobre la pequeña cocina eléctrica, está por
hervir, el fiambre preparado en la noche anterior, lo ordeno en la mochila.
Sobre el agua hervida vierto un manojo de la apetecida y aromática yerba de
muña para vaciarlo en el duradero termo.
Con la linterna en la mano y la mochila sobre mi espalda, me encarrilo,
esta vez, a la cima del atractivo cerro de Capilla Punta. Es mi segunda visita
a este generoso altozano que guarda desde hace muchos años, ignotas reliquias
de nuestros antepasados.
En vista de que el amigo Juan Garro no llegaba al lugar citado, el zócalo, y a la hora convenida, resolví marchar solo. En mi andanza por la
silenciosa y estrecha calle Dos de Mayo, donde se escucha el abrupto ulular del
gélido viento que hace trepidar mi cuerpo, de repente, me topo con el madrugador y andariego Toffe, junto a una jauría, husmeando por las frías y ceñidas
veredas de cemento. Al liliputiense chucho, que nos acompañó en el mes de
febrero a Perching y a mí en nuestra correría mañanera rumbo a la
escondida y encantada cascada de Usgor, le llamé: ---¡Toffe!, ---éste, gira la
cabeza, yergue sus menudas orejas e inconmovible me mira por varios
segundos con los ojos calor verde amarillo que resplandecen reflejados, desde
lo alto del poste, por los rayos ambarinos del reluciente quinqué. Me reconoce
y viene meneando su corta cola y emprende a dar brincos, de alegría, a mí
alrededor, agitado, a manera de saludo, coloca sus frígidas patitas sobre mis
aún tenaces y heladas rodillas, decide acompañarme a esta aventura.
Nos encauzamos cuesta arriba por el sendero empedrado que conduce al
cerro de Huancar. A unos diez minutos de caminata, marco al celular de Juan y
me responde que recién está saliendo de su casa. Entonces, decido seguir
caminando. A mi espalda está cada vez más distante el pueblo. De tramo en tramo
realizo, obligado, una parada, un descanso. En uno de mis contenidos pasos
extenuados, es cuando me animo a volver la mirada hacia el pueblo que aun
duerme en total sosiego, sus apretadas y mudas calles están iluminadas
por los focos de rayos biliosos. El absoluto silente de la madrugada causa
quietud en mis cinco sentidos; escucho el manso susurro de la oscilante y
tupida copa de los vastos árboles, el canto constante y taciturno de los
trasnochadores grillos, el alegre trino matutino de las aves, la brisa mañanera
roza ni rostro cetrino que empieza a curtirse por el frio, percibo la
fragancia, arrastrado por el aire, de las plantas silvestres que aún se
mantienen de pie en la orilla del camino, levanto la vista hacia el firmamento,
despejado de nubes, e innumerables estrellas están sobre las cumbres del
hermoso y piramidal cerro de Yauca Punta, hermano mellizo de Capilla
Punta, ambos cerros se encuentran uno al otro, frente a frente, y atesoran
construcciones y vestigios insospechados. De entre las numerosas estrellas
resplandece titilante un solitario lucero, más allá a la derecha, en el
horizonte, sobre la Cordillera de Huayhuash va emergiendo la mágica y hermosa
aurora.

Mis agotados pasos hacen crujir a las menudas piedras y a las violáceas
hojas secas de la floresta que se encuentran desperdigadas en el pétreo suelo
del prolongado y empinado camino. Entre tanto, Toffe, con sus pasitos ligeros,
a veces se adelanta y en otro instante se atrasa, va olisqueando todos
los rincones del sordo sendero que aun esta enrevesado. Atravesando las faldas
del cerro de Jaracoto, por el camino llano y ceñido, hallé una bifurcación, aun
en la oscuridad, confundido, me encaminé por una trocha que no tenía salida.
Entre minúsculos aniegos y humedales, retorné, para continuar por el camino
correcto alcanzando el final del cerro y el comienzo de otro, cuya quebrada
está dividida por un riachuelo de agua cristalina y rumoreante.
Ya me encuentro al otro bando del riachuelo con Toffe a mi costado, el
chucho fatigado, resoplaba con su rojiza lengua fuera de su boca, descansaba,
arrimado, en el borde del camino y debajo de una penca que había crecido sobre
la montaraz y arcaica pirca. De pronto en la ceja opuesta, emergen los rayos
luminosos de una linterna, llamando mi atención, de nuevo me comunico por el
celular con Juan, confirmándome que era él el que estaba caminando por
aquel lugar. Prendo mi linterna como señal, para que llegue al lugar exacto
donde le esperaba. Cuando llegó, ya no era de noche tampoco de día, en aquella
exuberante hondonada y oyendo el suave arrullo del riachuelo, se podía
apreciar, la maravilla, del repentino albor de un nuevo día.
Reanudamos nuestra peripecia por el camino, bañado de rusticas plantas,
que va por las vertientes de tánas. Abordando el cerro de Hullalpampa pasamos
por senderos perdidos para llegar a nuestro destino, a la cima del cerro de
Capilla Punta. Por un momento, una vez más, nos extraviamos, y desde una colina
a unos trecientos metros, cuesta arriba, alguien nos vigilaba, de pronto, oímos
una voz desgañitada que hasta el tempranero eco
respondió:
---¡A donde se dirigen!- girando la mirada en dirección de la silueta
humana, respondimos en coro:
---¡A Capilla
Punta!
---¡Sigan por el camino que está a la mano izquierda!
Aliviados, le dimos las gracias y continuamos caminando entre las
vizcaínas, chamizas y plantas todavía frondosas que habían cubierto hasta los
topes del camino que dificultaba el acceso a nuestra meta. En nuestro trayecto,
con mucho desconsuelo, de nuevo volví a ver los antiguos muros de piedra,
ocultados y abrigados de compactas plantas pedestres. Era las seis y media de
la mañana cuando arribamos al recinto intangible de Capilla Punta.

El viento helado aúlla. De este fascinante lugar se puede observar, al
frente, al inexplorado nevado de Tucu y a la derecha las cumbres de los
sucesivos cerros, entre ellos, lejano, el desguarnecido Yauca Punta. Luego, ante
nuestros ojos, se presenta el hermoso panorama de la imponente Cordillera
de Huayhuash sobresaliendo el atrayente nevado del Yerupaja que se encuentra en
el centro de los demás nevados, surgiendo, sobre los disímiles picos níveos,
insignificantes, nubes blanquecinas que se van deslizando y echando las
primeras y débiles sombras de la mañana. Acercándome paso a paso al
borde del recinto, se va vislumbrando el excelente valle de Aynin y el río
torrentoso, en tiempos de lluvia. De pronto, ahí abajo, en la profundidad,
rodeado de vertientes, quebradas, cascadas, colinas y cerros está asentado
sobre una meseta, desde tiempos remotos, mi tierra añorada, Chiquian.
Arrellanados en el límite del espacio circular y en un lugar cómodo, con
solicitud y ávido a la vez, extraía de la mochila mi fiambre. En un recipiente
contenía papas sancochadas de huayru y dos paltas, el otro conservaba cinco
panes con queso, cancha y un trozo de queso y por último, el termo que mantenía
caliente el mate de muña sin azúcar. Lo demás eran frutas para comer al
mediodía, en pleno camino, de regreso al pueblo. Advirtiendo el golpe del
viento matutino y fresco, con los primeros rayos dorados del sol que se
desplomaban sobre nuestros cuerpos ateridos, disfrutábamos del exquisito desayuno,
contemplando, absorto, el bello paisaje. De súbito, a nuestras espaldas
escuchamos una voz despepitada, expresando la siguiente pregunta:
---¿De quién es este guante? ---Sorprendidos, al instante viramos
nuestras miradas de dónde provenía la voz masculina, aquel hombre detenido en
la otra orilla del recinto por donde habíamos ingresado, se hallaba ataviado
con un sombrero de paño que enfundaba su ovalada cabeza y protegía su rostro
terroso de los rayos del sol, sobre sus recios hombros pendía una chaqueta
bicolor de percal y un pantalón buzo de lana arremangado hasta la altura de sus
rodillas, notándose sus resistentes pantorrillas y en ambos pies rugosos y
curtidos por el frio, las ojotas. En su mano derecha y entre sus dedos
encallecidos sostenía el guante marrón, provocado por el viento de ese
instante, se balanceaba. Reconociendo aquella prenda, le confesé: ---Ese guante
es mío ---Entonces se echó a caminar hacia a mí y me lo devolvió,
aconsejándonos y explicando que, no era buen augurio perder las prendas en el
apu. Pasmados, nos quedamos en silencio.

Agradeciéndole una vez más, primero por orientarnos, desde la
colina, para marchar por el sendero correcto y segundo por encontrar el guante
extraviado, le invitamos a compartir nuestro desayuno, momento oportuno para
preguntarle cómo se llamaba a lo que nos respondido complacido: ---Me llamo
Miguel Ramírez Ocaña ---La mañana transcurría en paz y en silencio. En el
recinto intangible de Capilla Punta, nubes ariscas se desplazan, con pausa, sobre nuestras cabezas, interponiéndose a los rayos encarnados del
sol, que empezaba a resplandecer desde el confín. Miguel, nos revela que se
dedica a la ganadería y la agricultura. Nuestra tertulia, como si nos
hubiéramos conocido hace tiempo, se volvía cada vez más relevante. Se mostraba
como un individuo muy informado acerca de los sucesos históricos de nuestra
región. Uno de los tantos temas que expuso y el que más suscitó mi atención fue
el legendario cuento de Pisana María. Cuento que recuerdo haber oído en mi
niñez, de modo estrecho y escaso de detalles. Interesado por esta
descripción quimérica, siendo un símbolo y parte de la historia de Matara y
Chiquian, sentí deseos de escuchar esta leyenda, de los labios de este hombre
sencillo, entonces, en su momento, presté oído a su relato que sigue
remontándose desde hace tres siglos atrás. Rodeados del imponderable paisaje,
el viento que ruge de vez en cuando, Miguel se incorpora como si procediera a
dar una clase, nosotros sentados, esperábamos oír ansiosos, la narración de la
inmemorial leyenda:
“Desde tiempos remotos, en Matara, palabra quechua que traducido al
español significa, lugar donde crece copiosas yerbas, habitaban hombres
generosos y laboriosos dedicados a la ingeniería, al arte de la orfebrería, artesanía y a la agricultura. Como prueba de ello, aún subsisten sus
extraordinarias fortalezas, canales y templos. Pero también fueron hombres
audaces. Después de varios años de resistencia, fueron conquistados por el Imperio Incaico, se supone que fue a partir del periodo de Capac Yupanqui.
En este paraje, se yergue presumida por su belleza y en sus cerca de una decena
de estupendos tonos, La flor de la Cantuta. Los Incas al verlo por primera vez,
se quedaron prendados por la existencia de esta singular flor. De ahí, en
adelante, también se le conocerá como la Flor Sagrada de los Incas o, La flor
Nacional
Luego de una larga convivencia pacífica, Bajo Cajatambo, hoy Provincia
de Bolognesi, es invadida por los verdugos e inquisidores blancos imponiendo,
no por la razón sino por la fuerza, una nueva forma de economía en donde los
recursos naturales, los recursos humanos, las fuerzas productivas colectivas y
el modo de producción, motor de progreso y desarrollo hasta ese momento, fueron
devastados y continuamente determinados, desde el extranjero,
España, al viejo engranaje del feudalismo y a la incorporación del naciente
sistema privado del capitalismo. En cuanto a la cultura, aquellos que no se
sometían a la extraña cultura occidental por medio de la evangelización, la
cruz y la espada, eran señalados como herejes y condenados a ser quemados vivos
en la hoguera y, a otros tipos más de tortura promovido y ejecutado por la
santa inquisición, cuya madrina era la reina
Isabel”.

Miguel, empezó a relatar esta fábula con voz cascada y en tono enfático,
que iba reproduciendo ante mí el estrépito del viento, en cuya cumbre de
Capilla Punta, empezaban a sucumbir los potentes rayos del sol…Continuó:
“Para ese entonces, los frailes franciscanos llegaron a Matara y, en el
tiempo, construyeron una de las primeras iglesias cristianas católicas de la
hoy Provincia de Bolognesi. La administración de esta iglesia era conducida por
un irascible cura de la misma orden franciscana. Posteriormente por los
dominicos. Como consecuencia del sincretismo religioso, entre lo andino; con
sus apus e idolatrías al sol, la luna y la lluvia y, el occidental con el culto
a las imágenes y con términos abstractos como dios, ángel, diablo etc., surge
como primer patrón del distrito de Chiquian, San Francisco de Asís de Chiquian,
luego será Santa Rosa de Lima de Chiquian.
La encargada del amparo y limpieza del templo cristiano, era una
virginal moza de quince años de edad, llamada María, natural de Matara. María,
puntual y comprometida con su tarea, por las mañanas, antes de salir el sol,
con el cuerpo trepidante, espoleada por el frio inclemente, acudía presurosa a
barrer, gozosa, la parte interior y exterior de la casa de recogimiento, la
iglesia. Agotada, por unos instantes suspendía su trabajo y reposaba en la
entrada principal. Las personas que franqueaban el santuario, siempre le veían
a María, provista de la escoba (pisana, en quechua) entre sus macilentas
y laboriosas manos. Frente al Altar Mayor, hincándose sobre el diamantino piso
de piedras planas, se santiguaba con entera veneración. Luego, con indiscutible temor, que hasta su púber corazón palpitaba con rapidez, se
acercaba al pedestal donde se ubicaban, siempre, de pie o sentados, aquellos
iconos de miradas cambiantes y penetrantes. La cándida mocita se imaginaba que
la estaban vigilando con celo. Con su pequeña y finas manos temblorosas, con
sumo miramiento y prontitud, sustituía sus respectivos vestuarios. A María le
atraía, desde hace tiempo, el brillante y precioso anillo dorado que fulguraba
en el dedo anular, firme, delgado y frio, de la Virgen de la Asunción.

El tiempo viaja con prisa. El padre de los desposeídos, Túpac Amaru II,
finalmente es vencido por los invasores españoles, gracias a la traición de uno
de sus generales y ejecutado cruelmente, junto con su familia, hasta el
cuarto grado de su descendencia. Llega, como cada año, el mes de agosto y con
ello la temporada de los fuertes vientos, tornados y ventarrones. Por
coincidencia, la peste de la viruela negra, trasladado desde el continente
europeo, por los españoles, comienza a propalarse de nuevo por toda la región.
En agosto, son las festividades de la Virgen de la Asunción. María, la
agraciada mocita, como todos los días, apresurada llega a la iglesia. Luego de
concluir las labores cotidianas se dispone a engalanar la hermosa imagen de la
Virgen. Embelesada, una y otra vez la observa su sereno rostro y con
minuciosidad su ostentoso encaje. En esta coyuntura, se da cuenta de un
detalle, el anillo de la virgen se encuentra, para su asombro, nebuloso. María,
angustiada, apresurada, comienza a refregar la sortija para dotarle de su
carácter y llamativo brillo. En esta escena, ocurre un incidente fortuito y
fatal; el firme dedo anular, delgado y frio, gruñe, desde la base de la mano, y
termina por quebrarse por completo, quedando suspendido en el aire. María,
estupefacta, no sabía qué hacer. Atormentada, con lágrimas que se desmoronan de
sus ojos pardos, camina frente a la Virgen, primero con paso ligero, luego,
corriendo, sale de la iglesia. En el portón encuentra la escoba, su instrumento
de trabajo, y se apoya sobre ella… con pesadumbre y desesperación
infinita…infinita.
Es el día de la Virgen de la Asunción. Los pobladores evangelizados de
Matara se alistaban para asistir a la iglesia. Mientras tanto, el cura… luego
de haber inspeccionado todo el recinto y haber encontrado en perfecto orden, se
acerca a esta imagen para prestarle sus reverencias y la contempla ensimismado.
De pronto se queda pasmado…helado y con la boca abierta al encontrar a la
Virgen con el dedo anular mutilado y sin el anillo. Pensando que habían
profanado a la Virgen y la Iglesia de Cristo, exasperado, salió corriendo, la
sotana marrón flameaba cual estandarte, Llegó a la puerta. En compacta
muchedumbre, los fieles se iban acercando a la iglesia. María sobrecogida con
el rostro desencajado y los cabellos desgreñados, ocultada, caminaba por el
costado de la iglesia. El iracundo cura, levantando los brazos, frunciendo el
entrecejo, con rostro escarlata, y vociferando, lanzaba a diestra y siniestra
mil maldiciones sobre el pueblo. En su imprecación anunciaba que el pueblo de
Matara desaparecerá con la peste y los aires huracanados por haber
deshonrado a la Virgen y la iglesia de Dios. Al escuchar estas condenaciones
por la boca del furibundo cura, el gentío se horrorizó aún más porque en
ese instante asechaba, lejano, un inmenso ventarrón de polvo. Entre tanto, la
doncella María, enmudecida y ocultada, se sentía extraordinariamente culpable
de todo este absurdo contratiempo. El viento huracanado viene levantando todo
objeto que encuentra a su paso, Veloz, María sale de su escondite con la escoba
en a mano, el pelotón de gente al verla desaliñada e irreconocible, entra en
pánico y la señalan como la autora de la profanación y la peste, vociferan:
---¡Fue ella! ¡Fue ella! ¡Fue Pisana María! ---Mas Pisana María ya se
encuentra corriendo desesperada y aturdida, delante del ventarrón de polvo
(shucucuy en quechua) temiendo que la capturen, la aporreen y la condenen a la
horca. Cruza vertientes, pircas y quebradas que, a la gente en su confusión y el
temor por las maldiciones del cura, les parece que está surcando por los aires
dejando a su paso la peste y desapareciendo de sus espantados ojos.

Luego de este acontecimiento climático, religioso y político, el Virrey
emite las siguientes ordenanzas: El pueblo de Matara y todos los habitantes que
viven cerca de éste, deben ser despoblados por haber apoyado al
levantamiento de Túpac Amaru II. Se decreta, el cabello trenzado y largo de los
Caciques, largos y sueltos del habitante común, serán cortados como una forma
de humillación y someterse al Rey de España. Se prohíbe a los habitantes de
vestirse con el vestuario original, entre ellos el unco, la yacoya… etc. Se
prohíbe a los hijos de los Caciques ir a la escuela y seguir hablando su
idioma, el quechua.
Como consecuencia de estos edictos emanados por el Virreinato, surgen
las primeras migraciones de Matara, Puscanhuaru, Yarpum, Marpum, huancar, Huamash.
Etc. Hacía los alrededores del naciente pueblo de Segyan Cocha, hoy
Chiquian. El lugar donde se establecen es en barrio arriba (hana barrio)
exactamente en Oro Puquio, cuyos apellidos más notables son los Zubieta,
Gamarra, Malqui y Jaimes”
Al oír esta leyenda después de cuantiosos años, el recinto circular de
Capilla Punta, estaba en un extraño silencio sepulcral, como pasmado del
recuerdo de los valerosos hombres de nuestro pasado histórico, legando, como
ejemplo, su contienda liberadora y continua para las generaciones venideras. Yo, desde este hermoso paraje, observaba los campos antes sembrados
de todo tipo de granos y tubérculos, hoy invadidos por las plantas
silvestres por descuido, abandono involuntario o, como en el pasado, por la
migración constante a las grandes ciudades centralistas que el sistema
imperante nos impone y nos obliga a dejar nuestros recursos naturales para que
unos cuantos lo usufructúen. Pensaba, así como Miguel, debe haber personas
sencillas que deben estar guardando hermosos e infaustos cuentos que la
prodigiosa mente humana ha creado.
En uno de sus poemas nuestro poeta Cesar Vallejo, nos señala como un
mensaje tácito: “¡Ah! desgraciadamente, hombres humanos, hay hermanos,
muchísimo que hacer”. Agrego, hay muchísimo que hacer, hermano, amigo, paisano,
por nuestros pueblos olvidados.
El Pichuychanca.
Chiquian, Capilla Punta. Junio 2019.