EL MENDIGO
Éramos la única familia en el
restaurante con un niño. Yo senté a Daniel en una silla para niño y me di
cuenta que todos estaban tranquilos comiendo y charlando. De repente, Daniel
pegó un grito con ansia y dijo, «Hola amigo!», golpeando la mesa con sus
gorditas manos. Sus ojos estaban bien abiertos por la admiración y su boca
mostraba la falta de dientes en su encía. Con mucho regocijo él se reía y se
retorcía. Yo miré alrededor y vi la razón de su regocijo.
Era un hombre andrajoso con un
abrigo en su hombro; sucio, grasoso y roto. Sus pantalones eran anchos y con el
cierre abierto hasta la mitad y sus dedos se asomaban a través de lo que fueron
unos zapatos. Su camisa estaba sucia y su cabello no había recibido una
peinilla por largo tiempo. Sus patillas eran cortas y muy poquitas y su nariz
tenía tantas venitas que parecía un mapa.
Estábamos un poco lejos de él para
saber si olía, pero seguro que olía mal. Sus manos comenzaron a menearse para
saludar. “Hola bebito, cómo estás muchachón”; le dijo el hombre a Daniel. Mi
esposa y yo nos miramos, “¿qué hacemos?”.
Daniel continuó riéndose y
contestó: «Hola, hola amigo». Todos en
el restaurante nos miraron y luego miraron al pordiosero. El viejo sucio estaba
incomodando a nuestro hermoso hijo. Nos trajeron nuestra comida y el hombre
comenzó a hablarle a nuestro hijo como un bebé.
Nadie creía que era simpático lo
que el hombre estaba haciendo. Obviamente el estaba borracho. Mi esposa y yo
estábamos avergonzados.
Comimos en silencio; menos Daniel
que estaba súper inquieto y mostrando todo su repertorio al pordiosero, que le
contestaba con sus niñadas.
Finalmente terminamos de comer y
nos dirigimos hacia la puerta. Mi esposa fue a pagar la cuenta y le dije que
nos encontraríamos en el
estacionamiento. El viejo se encontraba muy cerca de la puerta de salida. «Dios
mío, ¡ayúdame a salir de aquí!, antes de que este loco le hable a Daniel». Dije
orando, mientras caminaba cerca al hombre. Le di un poco la espalda tratando de
salir sin respirar ni un poquito del aire que él pudiera estar respirando.
Mientras yo hacía esto, Daniel se
volvió rápidamente en dirección hacia donde estaba el viejo y puso sus brazos
en posición de “cargarme”. Antes de que yo se lo impidiera, Daniel se abalanzó
desde mis brazos hacia los brazos del hombre. Rápidamente el muy oloroso viejo
y el joven niño consumaron su relación amorosa. Daniel en un acto de total
confianza, amor y sumisión recargó su cabeza sobre el hombro del pordiosero. El
hombre cerró sus ojos y pude ver lágrimas
corriendo por sus mejillas. Sus viejas y maltratadas manos llenas de
cicatrices, dolor y duro trabajo, suave, muy suavemente, acariciaban la espalda
de Daniel. Nunca dos seres se habían amado tan profundamente en tan poco
tiempo.
Yo me detuve aterrado. El viejo
hombre se meció con Daniel en sus brazos por un momento, luego abrió sus ojos y
me miró directamente a los míos. Me dijo en voz fuerte y segura: “Usted cuide a
este niño”. De alguna manera le contesté: «Así lo haré», con un inmenso nudo en
mi garganta. Él separó a Daniel de su pecho, lentamente, como si tuviera un
dolor. Recibí a mi niño, y el viejo hombre me dijo: “Dios le bendiga, señor.
Usted me ha dado un hermoso regalo».
No
puede decir más que un entrecortado “gracias”. Con Daniel en mis brazos caminé
rápidamente hacia el carro. Mi esposo me preguntaba por qué estaba llorando y
sosteniendo a Daniel tan apretadamente, y por qué yo estaba diciendo: “Dios
mío, Dios mío, perdóname.
Yo
acababa de presenciar el amor de Cristo a través de la inocencia de un pequeño
niño que no vio pecado, que no hizo ningún juicio; un niño que vio un alma y
unos padres que vieron un montón de ropa sucia. Yo fui un cristiano ciego,
cargando un niño que no lo era. Yo sentí que Dios me estuvo preguntando: “Estás
dispuesto a compartir tu hijo por un momento?”, cuando Él dio a su hijo por
toda la eternidad.
“Las inteligencias medianas
condenan, por lo general, todo cuanto excede a su comprensión”
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